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jueves, 13 de septiembre de 2012

El "Oskar Schindler portugués"

Corría junio de 1940. Los alemanes habían ocupado París el 14 de ese mes tras arrollar a las tropas francesas, provocando a la vez un éxodo de miedo y turbación en toda Europa. Las carreteras galas que apuntaban al sur se llenaron de desesperados que trataban de huir del terror nazi. En Burdeos confluyeron miles de desplazados en busca de una salida a la ratonera mortal en la que se estaba convirtiendo esa parte del mundo. Un portugués miraba las calles atestadas de miserables desde su ventana. Lo que vio —lo que supuso que le iba a pasar a esa gente— le desató una crisis ético-depresiva que le ató a la cama dos días y de la que despertó convertido en un héroe. Se llamaba Aristides de Sousa Mendes, era cónsul de Portugal en Burdeos y salvó a 30.000 personas, entre ellos 10.000 judíos, al expedir visados a mansalva y sin permiso que se convirtieron en salvoconductos hacia la vida. Posteriormente fue expulsado del cuerpo diplomático portugués y murió en la miseria y en el olvido. Sus hijos tuvieron que emigrar, y sus nietos, ya sesentones, se esfuerzan ahora por rehabilitar en Portugal y en el resto del mundo la figura del abuelo. Ahora, una película luso-española,El cónsul de Burdeos, que se ha estrenado ya en algunos festivales y que en otoño llegará a las salas portuguesas, recuerda la vida de esta suerte de Schindler portugués.
Aristides de Sousa Mendes nació en julio de 1885 en Cabanas de Viriato, un pequeño pueblo del centro del país, en el seno de una acomodada familia católica de la aristocracia portuguesa. Junto a su hermano gemelo, César (que llegó a ser ministro de Asuntos Exteriores), estudió derecho y se enroló en la carrera diplomática. Fue cónsul en Tanzania, San Francisco y Vigo, entre otros destinos, antes de llegar a Burdeos. Se casó en 1908 con una prima, representante también de las buenas familias lusas de la época, y tuvo con ella 14 hijos. Hasta junio de 1940, todo en la vida de Sousa Mendes discurrió como estaba previsto en un miembro de su clase social. Hasta la mañana de junio de 1940, con París ocupado, en que se agolparon debajo de la ventana de su consulado de Burdeos el aluvión de refugiados en busca de visado portugués.

António de Oliveira Salazar, el hábil y astuto dictador portugués empeñado en mantener a su país en una neutralidad interesada, había sido claro al respecto: quedaba prohibido inmiscuirse, quedaba prohibido dar visados, quedaba prohibido intervenir.

Sin embargo, después de la citada crisis de conciencia y atormentado por las dudas morales sobre cómo proceder en ese tiempo convulso, Sousa Mendes bajó hasta el vestíbulo principal del edificio, reunió a su personal y les transmitió una orden terminante para la que no había vuelta atrás. El diplomático sabía mejor que nadie lo que significaba desobedecer a alguien como Salazar, que jamás olvidaba un desplante. Temió por su futuro y el de sus hijos. A pesar de eso, dijo:

—Daremos visado a todo el que lo pida, sin importarnos de dónde venga, quién sea y la raza a la que pertenezca.

Durante dos días y sus noches, el consulado de Portugal en Burdeos se convirtió en una fábrica delirante de emitir pasaportes. Con ellos en el bolsillo, todo un ejército de atormentados partió, a través de España, hacia Lisboa, desde donde se desperdigó por el resto del mundo libre.

“Normalmente, los héroes van armados de una espada. Pero el último héroe portugués solo iba armado con su bolígrafo. Con él salvó a la gente”.

Tras esos dos días frenéticos en los que, incluso, Sousa Mendes viajó hasta Hendaya (Francia) para firmar visados en la calle, la noticia de la pequeña rebelión del consulado francés llega a oídos del todopoderoso Salazar, que ordena invalidar los pasaportes con la firma de Sousa Mendes (afortunadamente, demasiado tarde), destituir de inmediato al infractor y obligarlo a regresar a Lisboa a toda prisa.


Salazar le despojó de su cargo, de su sueldo y de su salida profesional. Por medio de una artimaña legal, el cónsul de Burdeos fue obligado a jubilarse sin pensión. Sousa Mendes, por entonces de 54 años, regresó a su vieja casa solariega de Cabanas de Viriato, donde se recluyó a tratar de sobrevivir con los hijos que aún dependían de él. Dos de ellos, nacidos en EE UU cuando era cónsul en San Francisco, saltaron a Londres y se alistaron en el ejército estadounidense. Participaron en el desembarco de Normandía. El resto de la prole asistió al progresivo e irrecuperable declive económico de la familia.


Al término de la Segunda Guerra Mundial, Salazar se felicita por haber ayudado a muchos refugiados. En ningún momento, Sousa volvió a formar parte del cuerpo diplomático.

Sin el reconocimiento público de su labor, Sousa Mendes pasó sus últimos años de vida sumido en la miseria después de vender sus pertenencias a la muerte de su esposa en 1948. Murió olvidado el 3 de abril de 1954 en el hospital de los franciscanos en Lisboa. Fue enterrado con una túnica franciscana.

Entre las personas salvadas por Aristides se encontraban:

Otto de Habsburgo, hijo del último emperador de Austria-Hungría, escapó con su familia desde el exilio belga y se dirigió a Estados Unidos.

Norbert Gingold, pianista.

Charles Oulmont, escritor francés y profesor de la Universidad de la Sorbona.
Tres ministros del gobierno belga escapados antes de la invasión a su país, los cuales, refugiados en la casa-palacio de Aristides en Portugal, formaron el "Gobierno belga en el exilio".
Salvador Dali y Gala Eluard Dali.


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