Salvo aquellos que legítimamente han decidido privarse de ello (de ‘amen’ a ‘amén’ hay sólo una tilde de distancia), la mayoría de las personas del planeta disfrutan de ese momento animal en que todo da igual –“de la segunda no me acuerdo”—menos lo que a uno le está aconteciendo.
No obstante, si nos fijamos en ciertos ambientes actuales, el sexo puede parecer de todo menos primitivo: sofisticados juguetes a pilas, compuestos lubricantes de diseño exclusivo o la infinita gama de elementos inspiradores que ofrece la pornografía son prueba fehaciente de que el sexo se ha modernizado con los tiempos. ¿O no? ¿Tan modernos somos?
Fresco Pompeyano |
Para comparaciones y divagaciones al respecto es de gran ayuda el libro deVicki León, afincada en California pero gran amante del Mare Nostrum y sus inspiradoras islas. La estadounidense ha escrito un libro llamado The Joy of Sexus (Walker and Company) que desgrana las costumbres y hábitos sexuales de la Antigüedad clásica. “Los antiguos griegos, romanos y egipcios tenían preferencias eróticas y tabús sexuales de los que raramente oímos hablar”, dice la autora del libro. En la obra se despliega toda una serie de perversiones clásicas que relegan a la condición de mojigatas muchas de sus fantasías sexuales (sí, sí, las suyas, lector liberado del siglo XXI). Aquí van algunas de las más curiosas.
El dirigente más pervertido
Nerón o Calígula eran meros principiantes en comparación con el emperador Tiberio, al que podemos coronar como el más perverso de todos los mandatarios de la antigüedad. Según Suetonio, que tuvo el honor de redactar la biografía del emperador, cuando Tiberio ya caneaba y coqueteaba con la madurez, lejos de escribir aforismos o redactar palimpsestos de diálogos filosóficos –¿qué hacían, si no, los antiguos?– se construyó una suerte de palacete del porno en Capri. En ella, los chavales representaban elaboradas posturas encadenadas con los más diversos actos sexuales. Espectáculo del que el mandatario era voyeur y partícipe. Claro que eso no era nada comparado con aquello que tenía lugar en las piscinas: allí se enseñaba a niños de entre uno y dos años a mordisquear y practicar felaciones. El viejo verde les llamaba perversamente “mis pececillos”. Al parecer, para romper con todo límite ético y ejecutar toda fantasía inconfesable que a uno se le pase por la cabeza, nada como hacerse emperador romano.
Estatua de Tiberio en Capri. |
Los úteros viajantes
Que los hombres no saben qué hacer con los misterios de la anatomía femenina tampoco es nuevo. Sin embargo, algo sí hemos aprendido, aunque sólo sea gracias a los avances de la ciencia y la medicina, y es que en esto les sacamos ventaja a griegos y romanos.
En la Antigüedad el desnudo era mucho más natural que ahora y las formas humanas se adoraban explícitamente. Es conocida la especial admiración de los griegos por las nalgas, tanto masculinas como femeninas (inventaron la democracia, al fin y al cabo). No obstante, no eran muy amigos de inspeccionar los cuerpos inertes, tabú que les condujo a un gran desconocimiento de la anatomía. El cuerpo humano, al menos en su interior, estaba totalmente inexplorado, y todo lo que de él se decía eran conjeturas.
Una de las más extrañas era la creencia de que el útero vagabundeaba por el interior del cuerpo de la mujer causando la histeria. De hecho, la etimología de este término la hallamos en el griego ὑστέρα, que quería decir precisamente “matriz, víscera de la pelvis”. Los métodos para contrarrestar semejante fenómeno eran aún más extraños: los médicos –y los asustados maridos– las exponían a malos olores y sonidos estruendosos, para asustar al útero y hacer que volviera a su posición inicial. Flaca manera de amedrentar a un útero, por otra parte.
Además, médicos, hombres, maridos y demás tenían una terrible opinión del clítoris: los diminutos, pase (¿cómo no va a ser inofensivo algo tan minúsculo?), pero los que eran algo más grandes que éstos estaban abocados irremediablemente a la –ay– cirugía.
El beso
Convocar orgías multidimensionales y adiestrar a los más pequeños para las más perversas prácticas, bien. Besarse en público, mal. Excepto el beso de rigor a la parienta cuando el cansado general volvía al hogar (beso con el que ella calculaba la cantidad de copas de vino que el amigo había tomado), cualquier otro beso en público estaba muy mal visto por la aristocracia griega y romana.
Además, el beso perdió gran parte de su popularidad cuando se hizo de dominio público la práctica de los romanos que habitaban la Península Ibérica, consistente en lavarse los dientes con su propia orina. En tales casos, y con la cantidad de lugares susceptibles de ser besados que ofrece el cuerpo humano, tampoco es cuestión de forzar.
Menos mal que el séptimo arte le ha devuelto al beso su trono presidencial en lo que a muestras de cariño se refiere, copando con memorables ósculos la gran pantalla, como bien supo ver Giuseppe Tornatore.
La fama del sexo anal
En los últimos tiempos de la Antigüedad clásica la sodomía perdió su condición de abominación (no así antes: Sodoma es de las pocas ciudades que se ufana de llevar como nombre lo que entonces era un delito). Era llamada pedico y la practicaban hombres y mujeres, éstas últimas en gran medida como método anticonceptivo (ahí sí: respecto al control de la natalidad, la modernidad se anota un gran tanto).
Un fresco en las Termas Suburbanas de Pompeya plasma un trío sexual donde un hombre sodomiza a otro mientras éste mantiene relaciones con una mujer (siglo I dC aprox.). |
No obstante, cuando el sexo anal se practicaba en el adulterio, la ley contemplaba una curiosa penalización: la parte culpable debía ser sodomizada por la parte ofendida. O, en caso de necesitar un suplente, por un gran rábano.
Como diría Obélix, están locos estos romanos.
JJJjjjjjajajjajaja que el útero vagabundeaba por ahi adentro jajjajjajaa, quien los vería jjajjajaj....que fuerte!
ResponderEliminarAqui vivirá la felicidad.
ResponderEliminarLa segunda no me acuerdo.
ResponderEliminar